Fuego. Humo. Muerte. La desesperación asoma y las gentes, histéricas, huyen sin mirar atrás. Las consecuencias de una guerra devastadora se apoderan del espíritu de todo aquel que las sufre, y no hay excepciones. Ni siquiera unos niños. Ni siquiera las luciérnagas. El frío suelo de la estación de Sannomiya es el lecho de un joven. La guerra ha terminado, pues Japón ha claudicado, pero sus habitantes siguen ignorando y despreciando a ese muchacho; de este modo, con uno de los alegatos iniciales más fríos y demoledores, más estremecedores, da comienzo una de las mayores obras maestras de la historia del anime: «El 21 de septiembre de 1945, yo morí».
Isao Takahata —que en paz descanse— fue la mente pensante tras la creación de la maravillosa cinta que hoy tenemos de celebración, pues los años pasan para todos, aunque las tres décadas que ha vivido el filme en nuestro país no lo hayan hecho envejecer ni un minuto. No obstante, nada más lejos de la realidad, su estreno en el país del sol naciente no fue para nada tan grandioso como cabría esperar. En 1985 el maestro Hayao Miyazaki, tras haber cosechado un éxito sin precedentes gracias a Nausicaä del Valle del Viento, invita a sus queridos amigos Isao Takahata y Toshio Suzuki para fundar la empresa que les daría fama mundial: Studio Ghibli. Durante los años venideros, un Miyazaki en constante estado de gracia estrenó El castillo en el cielo (1986) y Mi vecino Totoro (1988), coincidiendo esta última con el debut de Takahata. Debido a la sobriedad de su tono —siendo las cintas de Miyazaki mucho más joviales y alegres— y a la fuerte crítica a la sociedad japonesa que realiza, La tumba de las luciérnagas (1988) fue un rotundo fracaso en taquilla, no siendo eso suficiente para privarla de convertirse —con el paso de los años— en una de las películas más aclamadas tanto por la crítica internacional como por el público.
Desde la perspectiva de un Seita fantasmal —hecho que queda más que claro durante los primeros minutos de la cinta—, el espectador asiste al relato de su vida, siguiendo las traumáticas experiencias que tanto el protagonista como Setsuko —su pequeña y entrañable hermana— experimentarán en un Japón completamente devastado por una ya casi concluida Segunda Guerra Mundial.Estando basada en el relato corto homónimo semi-autobiógráfico escrito por Akiyuki Nosaka en 1967, la solidez de los cimientos históricos sobre los que se sustenta la cinta es indudable. Nosaka, al igual que Seita, vivió en primera persona el bombardeo, por parte del ejército americano, de la ciudad en donde residía: Kōbe. Habiendo perdido a su madre —adoptiva en el caso del escritor— por los fuegos de la guerra, Seita se ve obligado a cuidar de su pequeña hermana de tan solo 4 años de edad, haciendo lo imposible por intentar sobrevivir en un entorno tan hostil. Con un gusto exquisito, la narración de la película no resulta en ningún momento dramática en exceso, no teniendo la necesidad de forzar las lágrimas del espectador cada diez minutos con baratos diálogos trágicos. Es la representación tan visceral de la situación lo que resulta verdaderamente devastador.
No solo la representación del conflicto bélico es central en la crítica que esta película representa, sino que el juicio llevado a cabo contra la actitud de los japoneses en esos momentos de debilidad es uno de los puntos clave.
El dolor de los involucrados y su reacción no hacen sino aumentar el realismo de la obra, consiguiendo recrear desde la perspectiva de un niño —que está obligado por las circunstancias a madurar demasiado rápido— la brutalidad de la guerra, la dificultad de asumir la pérdida de un ser querido y la carga de tener que cuidar de otra vida además de la propia. De este modo, no solo la representación del conflicto bélico es central en la crítica que esta película representa, sino que —como se ha comentado anteriormente— el juicio llevado a cabo contra la actitud de los japoneses en esos momentos de debilidad es uno de los puntos clave, generando continuamente conflictos entre los adultos «egoístas» y los protagonistas.
A lo largo del desarrollo de la película existen numerosos ejemplos de este egoísmo: la tía de Seita, el dueño de una plantación y el médico que toma protagonismo en los compases finales. En el caso de la familiar de los hermanos, es su abuso de autoridad y su constante mal carácter para con los niños lo que genera en el espectador una sensación de rechazo total. Actos como aprovecharse de las pertenencias de la madre de Seita para venderlas y conseguir a cambio comida, la cual posteriormente no repartirá como es debido, o la constante crítica al hermano mayor por su incapacidad de controlar los llantos de una niña que ha perdido a su figura materna son los culpables del abandono del hogar por parte de ambos jóvenes, siendo empujados deliberadamente a la perdición.
Aun así, las figuras del dueño de la plantación y del médico son las verdaderamente culpables del destino de los hermanos, siendo el primero responsable de la malnutrición de la pequeña al negarle a Seita —dándole una brutal paliza y denunciándolo a la policía por robo— unas pocas verduras. El médico, en consecuencia, examina a Setsuko y confirma las sospechas de su estado sin ningún ápice de compasión. La frialdad que muestra al dejar a merced de los acontecimientos a unos niños en esa situación sin haber intentado siquiera compartir unos consejos representa el egoísmo implícito de las naciones en guerra, como bien mostró —en un contexto distinto— el maestro Akira Kurosawa en cintas como Rashōmon(1950) o Los siete samuráis(1954), y estando también presente, por ende, en Ghost of Tsushima (2020), última gran obra de los americanos Sucker Punch.
La belleza inherente en la relación entre ambos hermanos es uno de los puntos más interesantes de la obra. Takahata nos dibuja —como años más tarde hará Roberto Benigni en su clásica La vida es bella (1997)— a un Seita que se ve forzado por el tiempo que le ha tocado vivir a crear una realidad inventada cuyos únicos habitantes son él y Setsuko, intentando de este modo asegurarse del bienestar mental de la pequeña —asimismo como del suyo propio— y obligándose a vivir separados de toda la población —en la ya clásica cueva junto al lago—. Es en este momento cuando nace el misticismo en torno a la figura de las luciérnagas. Son múltiples las lecturas posibles acerca de la presencia de estos insectos en la obra, siendo la más interesante la representación misma de la felicidad. Tras una emotiva secuencia protagonizada por los hermanos jugando alegremente en la noche con estos lampíridos, la posterior muerte a la mañana siguiente de los mismos es signo del comienzo del final, pues la enfermedad arremete con brutal fuerza contra la pequeña Setsuko. No es hasta el reencuentro fantasmal de los hermanos —es decir, al inicio de la cinta— cuando las luciérnagas vuelven a hacer acto de presencia. La luz de la alegría vuelve a brillar.
Qué decir de la puesta en escena. Gracias a un sublime uso de diferentes iluminaciones para representar el mundo «real» y el «más allá», Takahata monta la narración con una lógica interna apabullante, valiéndose de manera poética de la figura fantasmal de Seita como espectador de los acontecimientos de su vida que le acabaron llevando a su inevitable final. Como es habitual, la siempre maravillosa animación que Studio Ghibli presenta no hace sino mejorar la inmersión en el filme, usando de una manera tremendamente original trazos marrones en vez de negros para contornear a los personajes de la pantalla, consiguiendo de este modo un acabado mucho más suave y menos intrusivo para el espectador. Obviamente, cómo no mencionar la absolutamente evocadora y emocionante banda sonora compuesta por el espléndido Michio Mamiya. Una verdadera delicia para los sentidos, tanto en lo visual como en lo sonoro.
La tumba de las luciérnagas. Brillante. Desoladora. La obra de Isao Takahata es atemporal, eterna. Treinta años después de su estreno en nuestro país sigue emocionando incondicionalmente y con la misma potencia a sus nuevos y aventurados espectadores. De este modo, recordemos ese lago junto a la cueva. Recordemos la tranquilidad y el silencio de la noche. Recordemos a las luciérnagas volar y cavemos una tumba para ellas, pues es su luz la que nos guiará allá donde vayamos. Nos iluminará.